martes, 9 de junio de 2009

"La dama de las rosas", de Zuria Fenton (Primer Premio, Relato, 3º y 4º de ESO)


LA DAMA DE LAS ROSAS


Querido lector, le voy a relatar una historia que aconteció hace mucho, mucho tiempo. Tanto que el recuerdo se ha borrado ya de la memoria del más viejo de nuestros ancianos.
Existía una gran noble, a la que solo se le conocía de oídas, pues nunca se dignaba a salir de los muros protectores de sus jardines. Las historias contaban de ella que era una bruja, una hechicera capaz de hipnotizar al más frío de los hombres con solo una mirada y de matarle después con una tibia sonrisa. Aunque, claro, eso fue ya hace mucho tiempo y la historia quizás no conserve la veracidad de sus comienzos.

Se decía que la agraciada dama poseía en su jardín unas flores extrañas, nunca vistas en ningún otro lugar, aquellas a las que hoy en día hacemos llamar rosas. Aunque éstas poseían de una voz tan bella como sus pétalos aterciopelados, que adormecían a todo hombre que se les acercase con solo entonar una nota de sus suaves melodías cantadas entre susurros.
Aquella hermosa dama cuidaba cada día de ellas; desde la más hermosa hasta la más débil había pasado por sus cariñosas manos. En su esplendoroso jardín, con los altos muros de piedra que producían un gran efecto sonoro en el interior de éste, donde los murmullos de las rosas colmaban el aire.
Entre cada rosal se podían encontrar a aquellos valerosos hombres que habían quedado prendados de la belleza de aquella noble, desperdigados y adormecidos por las flores. Mientras los sueños, enmarañados como la hiedra que trepaba codiciosa por las paredes del gran caserío, se les escurrían por los recovecos del cerebro.
Cada mañana ella se levantaba temprano para cantar con sus rosas. Y éstas, agradecidas, se dejaban mimar por sus caricias y por el agua con la que las rociaba. Se podía vislumbrar en el rostro de la joven dama una sonrisa de pícara inocencia cada vez que se encontraba a un hombre nuevo en su jardín y se agachaba junto a su cabeza dormida para susurrarle al oído aquellas palabras que toda persona, sin siquiera necesitar conocerlas, habría deseado oír.
Y como un ritual bien aprendido a lo largo de los años, volvía a erguirse sobre sus piernas y regaba el rostro de aquel hombre, que no podría expresar mayor felicidad. El agua caía, y mientras las gotas chocaban contra su piel, ésta desaparecía poco a poco, tornándose lentamente en tiernos tallos de prometedor futuro junto a todos los demás rosales que el jardín albergaba.
Las rosas adoraban a la hermosa dama y, si bien la protegían de todo hombre que se le acercaba, ni siquiera la dejaban salir del recinto. La tenían secuestrada entre aquellos muros. Muchas veces había intentado escapar y todas ellas había fracasado. Sus amantes también eran, al mismo tiempo, sus carceleras. Y ella simplemente era una prisionera, condenada a cuidarlas hasta el fin de sus días. Incontables ocasiones habían sido las que maldecía su inteligencia, y el día en el que se le ocurrió convertir al hombre en algo más bello.
Todo hombre que osaba asomar la nariz por encima del gran muro de piedra quedaba terriblemente enamorado de sus gráciles andares, de sus ojos del color de la hierba fresca y de aquellos cabellos largos y rojizos que caían como cascadas de fuego sobre sus hombros y su espalda, y que con solo una pequeña ráfaga de viento en su favor hipnotizaban al espectador. Sus mujeres veían cómo uno tras otro terminaban cayendo en la enrevesada trampa de amor de aquella mujer misteriosa. Y uno tras otro acababan, así mismo, desperdigados entre los rosales de aquel inmenso jardín, del que ninguna sabía muy bien cómo terminaban por desaparecer al día siguiente sin dejar rastro alguno. Desesperadas por los hechos, decidieron unir fuerzas en una alianza de coraje y venganza, contra aquella bella dama.
Así pues, una noche entraron sigilosas saltando los grandes muros de piedra y cruzaron el inmenso jardín de flores dormidas, arropadas por la oscuridad que les rodeaba hasta llegar a la gran casa, que se alzaba majestuosa por encima de sus cabezas, como retándolas a sumergirse en sus entrañas. Un escalofrió recorrió la espalda de cada una de ellas, palpando la tensión que les acontecía en un momento como aquel.
Dentro la oscuridad era más densa aún que la que reinaba en el exterior y necesitaron unos cuantos segundos para adaptarse a tamaña penumbra. Las sombras parecían aparecer y desaparecer por doquier como almas en pena e incitaban al cerebro a imaginarse las peores circunstancias. El terror no parecía querer dejar de aumentar en las pobres cabecitas de aquellas aldeanas mientras intentaban encontrar los aposentos de la bella dama.
Toparon pues con la puerta al final de un largo pasillo, en el que la negrura acabó por engullir las pocas formas que lograban distinguir en el gran caserón. Sin embargo, al girar la manilla de aquella gran puerta oscura y abrirla en silencio se encontraron al otro lado con la tenue luz de una vela encendida, escasa, pero suficiente en comparación con el resto de la casa.
La joven dama se encontraba tendida en su gran cama de sábanas rojas y mantas aterciopeladas.
Si acaso de día su rostro resultaba ser seductor y poseía una belleza arrebatadora, de noche tales dotes desaparecían, siendo sustituidas por una cara angelical y un ligero rubor en las mejillas.
Nada de eso logró ablandar los despedazados corazones de las desdichadas viudas. La sujetaron de manos y piernas entre todas, aprovechando la debilidad de la que padecía en esa situación.
La dama se despertó de una sacudida sin entender demasiado bien las circunstancias que la rodeaban, sin acabar de comprender el porqué de las miradas de odio y furia que la fusilaban en todas direcciones. Suplicante, intentó pedir ayuda sin encontrar nadie pues todos aquellos valerosos caballeros, que habrían acudido gustosamente en su ayuda, se encontraban enredados en sus propias espinas, incapaces de socorrerla. Así pues llegó el fin de la dama de las rosas, cuyo único pecado fue el querer convertir al hombre en algo más bello.
Una joven de cabellos dorados y mirada helada, sustrajo de sus enaguas una elaborada daga de plata y, sin despegar sus ojos de los de la suplicante noble, se sentó de rodillas en su abdomen y, con la rapidez de la maestría, le hundió la daga en el corazón, derramando sangre caliente por la cama.
La noble, desesperada, intentó detenerla en un amago de supervivencia, ansiando librarse del dolor y la angustia que inundaban su pecho. Intentó gritar, pero no salió sonido alguno de su garganta. Sin embargo, todo intento de aferrarse a la vida fue en vano pues las corroídas mujeres que la rodeaban no mostraron en ningún momento el más mínimo ápice de compasión por su parte, ni el más mínimo rastro de duda en sus actos.
Así fue como la más hermosa de las rosas se marchitó en su último suspiro.
Habiendo muerto la dama junto con su último latido ahogado en sangre, las mujeres iniciaron satisfechas la huida de aquella mansión de la pesadilla, corriendo cada vez más deprisa por el sentimiento de congoja que las iba corroyendo por dentro. Cruzaron sigilosas los grandes jardines en penumbra y volvieron a saltar el muro que les separaba del mundo real, aquel al que pertenecían.
Mientras tanto, las rosas seguían dormidas, sin tener ni la más mínima idea de lo que había sucedido en el interior de aquellos muros.
Al día siguiente éstas empezaron a notar que algo fallaba; ningún silbido alegre en la lejanía, el silencio reinaba en el edificio de roca y hiedra… y su señora no aparecía por ninguna parte.
Al fin las flores comprendieron que aquella a la que tanto adoraban y por la que habían entregado su vida humana no volvería jamás a rociarlas con su regadera de agua fresca por las mañanas, ni a acompañarlas con sus cantares de soprano, ni acariciaría de nuevo sus verdes tallos con la yema de los dedos.
Al comprenderlo las rosas se sumieron en la más honda de las depresiones con el corazón roto en miles de pedazos, tan pequeños como las partículas de polen guardadas en su interior. Y lloraron, lloraron día y noche, hasta volver locas a las viudas del condado; y siguieron llorando, derramando lágrimas de rocío por sus pétalos aterciopelados, hasta que los días de frío llegaron, marchitando sus delicados pétalos.
Entonces, al verse mudas por la llegada del invierno, prometieron en honor a su difunta dama no volver a regalar sus canciones a ningún oído humano. Juraron también que no se volverían a dejar acariciar, pues ninguna otra mano merecía el derecho de tocar lo que la bella noble se había pasado tantos atardeceres acariciando, protegiendo sus débiles cuerpos verdosos con escudos punzantes en forma de espinas, que advierten al curioso de que no es bien recibido entre los rosales. Éste es el luto que ellas se habían impuesto para con su bella dama, la dama de las rosas.

Aunque ésta solo sea una historia conservada a través de las generaciones por el boca a boca de juglares y campesinos, amigo mío, si sigues leyendo mi relato querrá decir que al final resultaste ser tan curioso como me imaginaba; y, si estoy en lo cierto, quizás esta curiosidad te complazca.
A veces, en las oscuras noches tibias de finales de verano, cuando la lluvia amenaza con ceder sobre los prados, si te mantienes a cierta distancia de los rosales y procuras que no se den cuenta de tu presencia, puede que, entonces y solo entonces, puedas escuchar los llantos lastimeros de las rosas, aún tristes por la marcha de su hermosa noble, entonando una canción al viento, tan bella como los atardeceres primaverales o la danza de las luciérnagas en las noches de luna nueva.
Aunque te advierto que tengas cuidado, querido lector, no sea que caigas en la dulce tentación de cerrar los ojos, adormecido por su dulce canción de cuna, pues entonces puede que te atrapen en su eterno juego de pesadillas entrelazadas… y jamás puedas volver a despertar.

Zuria Fenton, 4º A

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