lunes, 11 de marzo de 2013

"El caso de Helena", Por Samuel Hayas

–Orden… orden –gritaba el juez, mientras golpeaba su martillo contra la mesa– Orden, orden –volvió a gritar.
Cuando todos se sentaron y guardaron silencio, el juez prosiguió.
–Helena Agustí Alegre, el jurado ha decidido que, por los asesinatos que ha cometido, estará sentenciada a cinco años de cárcel.
Al oír aquellas palabras, su madre se levantó llorando y gritó al juez que ella no había hecho nada. Los guardias esposaron a la actual prisionera y se la llevaron directa a la cárcel.
–Tranquilo, Carlos, si no arma jaleo en la cárcel, con suerte le quitarán un año de sentencia –consoló el abogado al marido.
Carlos se levantó sin decir nada y se fue lleno de rabia, pero antes de salir por la puerta le dijo:
–Los encontraré, estate seguro.
Carlos, nada más llegar a casa, empezó a recopilar datos y más datos: en qué día se produjeron los asesinatos, quiénes eran aquellas personas, qué hacían todas allí, si su mujer tenía algunos motivos para matarlos...
Carlos ya llevaba tres días con aquel enigma y no había sacado ninguna información. Aquella mañana era la primera vez que visitaba a su mujer en la cárcel ya que con anterioridad lo había tenido prohibido por motivos de seguridad y, aunque no comprendía qué clase de motivos de seguridad eran esos, los tuvo que cumplir. Al llegar, Carlos se sentó lentamente observando cómo le quitaban las esposas a su mujer. Ella fue hacia él mirando al suelo, como si no quisiera que le viese la cara y al sentarse ni siquiera le miró.
–¿Qué te pasa?
–Nada, nada, no tiene importancia… ¿Qué tal, mi niña? –cambió repentinamente de tema.
–No me cambies de tema, mírame a la cara.
–No creo que quieras verlo.
–¿Qué pasa? ¿Qué te han hecho?
Helena levantó la cara lentamente desvelando su rostro con un moratón en el moflete, otro en el ojo y tres heridas que recorrían toda su faz.
–¿Quién ha sido? –preguntó, enfadado y a la vez preocupado.
–La llaman la Llama. Al parecer, una de las personas que se supone que maté era su prima y se ha enfadado “un poca”.
–¿Un poco?, te ha dejado la cara deformada, si casi no se te reconoce. Le habrán castigado, ¿no?
–Les dije a los guardias que me lo había hecho yo dándome contra la pared. Me amenazaron diciéndome que si me chivaba me volverían a pegar.
–¿¡Que no les has dicho nada!?, ahora mismo voy a hablar con el vigilante y contarle todo lo que ha pasado paso a paso.
–No, por favor, no le digas nada, hazlo por mí, por favor.
Aunque Carlos no estaba de acuerdo con aquella opción, tuvo que aguantarse y en el tiempo que les quedaba aprovechó para preguntarle todo lo que había sucedido en los crímenes.
Cuando pasaron los veinte minutos que tenían para que cada persona hablase con su familiar o amigo…, Helena contó a Carlos todo lo que había sucedido con todo detalle. Una vez en casa, Carlos añadió datos que le había contado su esposa, los iba apuntando en orden y con astucia en un panel de corcho. Aunque aún no había demostrado la inocencia de su esposa, había un dato importante que se le olvidaba. Se acordó de ello por la noche en la cama. Le vino a la cabeza lo que le había contado su mujer, que había visto que una chica con el pelo rubio, que estaba al lado del borde del arcén, iba a ser asaltada por uno de los asesinos armado con una pistola, pero que, antes de dispararle, ella le golpeó en la cadera con su bolso. Entonces, le pareció ver que se le caía la cartera del bolsillo. Pero aquel dato no encajaba mucho ya que los policías no encontraron nada. Así que decidió que al día siguiente iría al lugar de los asesinatos.
Así pues, por la mañana, antes de ir al escenario de los crímenes, llevó a su hija al colegio. Una vez allí, miró por todos los sitios, pero no encontró nada; quizás el asesino se fijó en que se le había caído la cartera y la recogió, o quizás un policía corrupto vio el monedero y lo cogió sin decir nada, o quizás algún otro hombre, antes de que viniese la policía, vio la cartera y se la llevó… Podían haber ocurrido tantas cosas, que Carlos no sabía qué hacer.
Se sentó en el bordillo y empezó a pensar y a pensar, a mirar enfadado por todos los sitios, preocupado por no encontrar nada con lo que demostrar la inocencia de su mujer. En un momento dado, una furgoneta blanca pasó por encima de una alcantarilla y en ese instante a Carlos, al oír cómo tambaleaba, se le ocurrió que la cartera podría haber caído allí. Sin embargo, aquella alcantarilla estaba muy lejos de donde se encontraba aquel hombre, así que si estaba allí, ¿cómo había llegado tan lejos?
En cualquier caso, cuando la furgoneta estaba a la suficiente distancia, Carlos miró a los lados para comprobar que no había nadie que le estuviera viendo, se levantó y fue directo a la alcantarilla. Sacó su móvil del bolsillo y encendió la linterna para comprobar si podía lograr avistar el monedero, pero aquellas rejas de la alcantarilla eran muy estrechas y no consiguió ver nada. Carlos se dirigió a su coche y miró si tenía algún destornillador entre los asientos, en la guantera… tal como pensaba, tenía uno en la parte trasera así que extendió la mano y cogió la herramienta. Fue otra vez hacia la alcantarilla y empezó a extraer los tornillos uno a uno. Cuando acabó, quitó la reja y volvió a alumbrar el hoyo con su móvil, pero otra vez le surgió un problema, no podía ver el fondo porque lo recubría una pequeña capa de agua sucia de color verde oscuro. No obstante, eso no iba a detener a Carlos; saltó dentro del hoyo, que no era muy profundo, y al entrar, sintió, con desagrado, el olor que desprendía el alcantarillado. Empezó a rebuscar rápidamente metiendo las manos en el agua podrida, esperando poder salir de allí lo antes posible. Encontró de todo: monedas, unas llaves, móviles, coches de juguete, cucarachas viva, ratas muertas…, pero cuando ya llevaba unos cuantos minutos allí, dio con algo cuadrado, ¡parecía la cartera! Lo agarró con todas sus fuerzas y lo elevó como si fuera una copa de primer puesto. Salió como pudo de allí y colocó la alcantarilla en su sitio.
Al levantarse vio que una señora le observaba.
–¿Usted, qué hacía ahí abajo?, ¿y con esa ropa?
–Pues… como no había nadie disponible y yo estaba de descanso, me han llamado y con la prisa se me ha olvidado cambiarme –contestó improvisadamente–. Adiós, señora, que el trabajo no se hace solo.
Carlos subió rápidamente a su coche con la cartera de aquel tipo escondida detrás de su espalda. Al llegar a casa, la puso rápidamente sobre su mesa, la abrió y, nada más abrirla, vió el nombre del dueño en su DNI: “Erik Camps Vives”. Carlos fue a buscar su ordenador en el que tenía un programa especial que le habían aconsejado para buscar información sobre asesinos, ladrones, sospechosos, gente encarcelada… y buscó el nombre de ese tipo:
Erik Camps Vives es uno de los cien criminales más buscados de España; se calcula que ha matado en torno a veintiuna mujeres, diez hombres y ocho niños. Se le ha llevado cinco veces a juicio, en tres de ellas el juez lo declaró inocente (se cree que el jurado fue sobornado) y en las otras dos lo sentenciaron a siete y ocho años de prisión respectivamente.
Lugar/año de nacimiento: Portugal, en el año 1974
Residencia actual: Barcelona, España
Calle: La ropa
Nº casa: 10
Carlos hizo una fotocopia de aquella descripción y la colgó en su corcho. Iba a necesitar a alguien que le ayudara o que le diese algún consejo. Al día siguiente, como era su costumbre, llevó a su hija al colegio y a continuación fue a ver si encontraba a su viejo amigo Samuel en la casa de madera del bosque. Al llegar, bajó del coche y picó a la puerta cuatro veces.
–¡Dejadme en paz!, ya os he dicho un millón de veces que no iré a ninguna residencia.
–Ja, ja, ja –se reía Carlos–. Soy yo, Carlos.
Samuel se dirigió hacia la puerta, quitó el cerrojo y la abrió lentamente hasta que vio el rostro de su compañero.
–Carlooos, amigo, pasa, pasa, ¿qué te trae por aquí?
Carlos se sentó en el sillón del salón y Samuel en la silla y empezó a contarle toda la historia. Finalmente Samuel le dio unos consejos muy importantes: lo primero, que no matase a nadie, que como mucho hiriese; lo segundo, que se llevara no una sino dos pistolas por si acaso; lo tercero, que disparase a las manos para que el lastimado no pudiese volver a coger su arma; lo cuarto, llevarse una grabadora a escondidas sin que la vea nadie; lo quinto es que, como el tal Erik ese seguramente desde un principio no querrá hablar, que lleves un cuchillo y, por último, antes de hacerlo, estate seguro de que lo quieres hacer.
–Toma. Yo tengo esta pistola, era del padre de mi padre y aunque sea vieja va de maravilla.
–Muchas gracias, Samuel, te debo una.
Carlos se marchó de la casa y se dirigió a su vivienda para recoger el arma que tenía escondida en el trastero y esperó a que se hiciera de noche para dirigirse a la casa del asesino.
Una vez que el cielo se oscureció, Carlos se puso en marcha y dejó su coche un poco alejado de la casa para que Erik y sus amigos no lo vieran. Cuando llegó a la vivienda, se acercó lentamente y abrió la puerta con sigilo, utilizando un clip. Al entrar, tal como le había avisado Samuel, habría entre dos y tres personas con armas y otras dos o tres jugando al póker con una pistola encima de la mesa. Había acertado en todo. Carlos esperó a que alguien fuera al baño, escondiéndose detrás de la puerta. El primero que fue, como no sabía nada, fue con toda tranquilidad, pero, al cerrar la puerta, se dio cuenta de que alguien le estaba apuntando con la pistola a la cabeza.
–Deja el arma en el suelo –le ordenó Carlos.
Cogió cinta aislante y se la puso en la boca para que no hablase, en las manos para que no pudiese coger el arma y en los pies para que no pudiera moverse.
Cuando el segundo tipo fue a ver qué ocurría con su compañero, tampoco se le ocurrió mirar detrás de la puerta y, al ir a desatarlo, le ocurrió lo mismo que al anterior.
Afortunadamente, Carlos supuso que el último acabaría mirando detrás de la puerta, así que esta vez se escondió en el armario del frente y, de nuevo, pudo atrapar desprevenido al tercer hombre armado.
Una vez todos bien atados, fue a por los tres que jugaban al póker. Mientras bajaba, vio que uno de ellos asomaba la mano por la pared pistola en mano.
Carlos se acercó rápida y discretamente, y le disparó en la muñeca. Entonces, los otros dos que ya estaban alerta subieron con las pistolas apuntando hacia la pared, pero estaban tan nerviosos, que no se acordaron de que, para llegar al salón, podían llegar por dos lados: o por la cocina o por la habitación. Carlos se dirigió al salón por la cocina y al más corpulento le disparó en los gemelos y en el hombro y al que de verdad le interesaba le disparó en la cintura. Cuando los dos estaban en el suelo, se acercó rápidamente y disparó al grandullón en las manos para que no cogiera la pistola, pero a Erik lo cogió del cuello, lo puso contra la pared y le dijo:
–¿Qué pasó la noche del doce de agosto?
Erik no dijo nada, solamente soltó una sonrisita de burla.
–Te lo repetiré una vez más: ¿qué paso la noche del doce de agosto?
–Si piensas que te lo voy a decir, lo llevas claro.
Carlos sacó el cuchillo de su cintura…
–¿Qué vas a hacer con eso?, contesta.
–Mira, te lo repetiré por tercera vez: ¿qué pasó la noche del doce de agosto? Si no me contestas, te cortaré toda la uña.
–¡No, no!
Carlos acercó el cuchillo al dedo, cuando de repente Erik dijo:
–Te lo diré, te lo diré…
Pero ya era demasiado tarde; tenía que demostrar que iba totalmente en serio. Erik gritó y gritó del dolor y le dijo:
–Yo… yo no hice nada, solo obedecía órdenes.
–Pero los mataste tú y tus hombres, ¿no?
–Sí, sí, ya te lo he dicho, que obedecía órdenes.
–¿Quién era la gente a la que matasteis?
–De… de… de los ocho que matamos solo dos eran los objetivos, los demás eran tapaderas. Los tres hombres que hay arriba mataron a seis hombres y mujeres, yo y ese de allí fuimos los que matamos a los dos objetivos y el primero que ha ido al baño obligó a una chica a coger el arma.
–Y ese de allí, ¿qué pinta aquí?
–¿El grandullón? Es un poli corrupto y estábamos negociando por el favor que me hizo.
–¿Qué favor?
–Encontró mi cartera y él la tiró al alcantarillado.
Como era de esperar, la policía no iba a tardar mucho en llegar ya que los vecinos debían de haber oído los últimos disparos. Los agentes entraron bruscamente a la casa apuntando a todo el mundo. Carlos consiguió entregar la grabadora en la comisaría y a su esposa Helena la liberaron.
A los demás los encarcelaron durante diez años a excepción de Erik, al que condenaron a cuarenta años por los asesinatos del presente y del pasado.

Samuel Hayas (2º A ESO)

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