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A Jack o' Lantern made for the Holywell Manor Halloween celebrations in
2003. Photograph by Toby Ord on 31 Oct 2003. {{cc-by-sa-2.5}} |
Cuatro días antes de Halloween.
–Peteeerrr
–gritó un amigo suyo mientras le pasaba el balón con precisión.
–Es
mía, es mía –gritó Peter.
Controló
la pelota con sus pies y avanzó veinte metros hacia delante, yéndose de todos
los jugadores que se le resistían; entró dentro del área y chutó con todas sus
fuerzas marcando un gol por la escuadra y permitiendo a su equipo ganar el
partido otra vez.
Al
cabo de tres minutos, sonó el pitido del final del partido y todos los
jugadores del equipo de Peter, contentos y animados por la victoria tan
espectacular que habían logrado, entraron en el vestuario.
Al
salir, Peter y sus amigos comentaron que ya solo faltaba una semana para Halloween
y que cada uno se tenía que poner una máscara espeluznante para asustar a todo
el mundo, pero Peter se acordó de que, con todo el tema de los exámenes, los
deberes, el entrenamiento y el partido de fútbol, no la había comprado, así que,
nada más llegar al coche de sus padres, les comentó que tenía que comprarse la
máscara ya que, si esperaba mucho tiempo, al final no quedarían.
Cuando
llegó a su casa, miró a ver si tenía suficiente dinero en su monedero, pero
como no sabía cuánto le iba a costar, lo cogió todo. Al final se dio cuenta además
de que ya era muy tarde para ir a comprar una máscara y que estarían todas las
tiendas cerradas, así que decidió esperar hasta el siguiente día.
Tres días antes de Halloween.
Nada
más levantarse, se tomó el buen desayuno que le había preparado su madre, se
vistió, hizo la cama, se aseó e hizo unos pocos deberes. Cuando terminó, cogió
su bici y fue a buscar alguna tienda donde comprar alguna máscara chula y
terrorífica.
Por
más que buscaba, sin embargo, no encontraba nada que le gustase: o no tenían máscaras
o estaban agotadas o, en los pocos casos en que tenían, resultaban muy poco asustadizas
e irreales. Buscando, buscando, al fin encontró una tienda rarísima que nunca
había visto; le pareció ver que estaba llena de máscaras de Halloween, así que
se bajó de la bici y fue a investigar la tienda. Mirando a través del cristal,
vio algunas máscaras que estaban bien, pero no había nadie al lado de la caja.
Abrió la puerta lentamente cuando, de repente, sobre él sonaron unas campanillas
y los perros y los gatos de todo el vecindario empezaron a ladrar y a maullar.
Peter se giró y todos los animales callaron de golpe y, cuando volvió la mirada
al frente, se encontró con un abuelo muy feo que tenía solo tres pelos en la
cabeza y una desagradable verruga en la nariz. Todo eso hizo que al final esa
tienda le diera muy mal rollo, pero Peter tenía que quedarse; se tenía que
comprar la máscara en algún sitio, así que le dijo:
–Buenos días, señor, ¿no tendrá por casualidad alguna máscara terrorífica?
–preguntó Peter temblando del miedo–, pero que no sea muy cara –añadió
rápidamente.
Hubo
un minuto de silencio el abuelo carraspeo y le respondió:
–Tienes máscaras en todo tu alrededor y te
puedo asegurar que son baratas (aproximadamente a diez euros cada una, euro
arriba, euro abajo), pero todas estas son malas; en mi almacén tengo una mucho más
espeluznante –de repente, las ramas de un árbol arañaron el cristal de la
tienda al tiempo que caía un trueno, que se oyó en todo el pueblo–; ahora bajo
y te la subo. Mientras, si quieres, puedes ir mirando alguna máscara por aquí.
–Gracias,
señor.
Peter
mirando y mirando se fijó en que nunca,
nunca terminaría de ver todas las máscaras de la tienda; todas eran espantosas,
pero seguro que la que le iba a enseñar el abuelo aún era más espeluznante. De
repente, cuando menos se lo esperaba el abuelo pegó un portazo contra la pared
dándole un susto a Peter que casi se desmaya.
Volvió
a carraspear y dijo:
–Toma,
chico, aquí tienes; está llena de polvo, espera que te la limpie.
Se
acercaron los dos a la mesa y el viejo la limpió con toda delicadeza. Peter, al
verla, se quedó asombrado porque le parecía que era una cara sacada de algún
zombi o demonio. La máscara tenía de todo: cuernos, verrugas, arrugas,
colmillos, sangre, pelos en las orejas… y hasta en la boca daba la sensación de
que tenía cucarachas.
–¿Cuánto
cuesta? –preguntó Peter.
–Poco
para una máscara tan buena, solamente veintitrés euros; pero ten cuidado con ella,
hay leyendas que dicen que a los anteriores dueños les sucedieron cosas
terroríficas y que nunca más han podido vivir a gusto. Nadie ha durado más de
dos semana con ella, todos me la devuelven antes y cada vez hay más rumores y
se piensa que la leyenda es real. ¿Estás seguro de que quieres comprarla?
–Mmm…,
sí, por supuesto, no voy a dejar escapar una oportunidad tan buena; bufff, ya
ves, solo son leyendas, solo leyendas.
Así
que la compró.
Mientras
Peter salía de la tienda mirando la máscara, fue a darle las gracias por todo a
aquel abuelo, pero, cuando se dio la vuelta, se fijó que ya no estaba, que de
repente había desaparecido. Aquella tienda le daba mal rollo así que se fue a
paso ligero de allí.
Cuando
llegó a su casa, le enseñó la careta a su madre:
–¿Dónde
has comprado esa máscara hijo?
–No
lo sé, era una tienda que no había visto nunca; estaba casi en las afueras del
pueblo, casi, casi al lado de la tita María.
–Pues
qué raro, mira que hemos ido veces por allí y a mí no me suena haber visto
ninguna tienda, solo la carnicería y la panadería, pero eso debe de ser porque
la han puesto alguna de estas semanas.
Después
de eso Peter se fue a su habitación todo contento por la máscara que se había
comprado. Se dio cuenta de que ya era la hora de comer así que bajó corriendo
las escaleras y nada más llegar abajo le preguntó a su madre qué había para
comer.
Cuando
Peter terminó de comer, jugó un rato al ordenador y se fue a su habitación a
probarse la máscara. La cogió y se la fue poniendo lentamente pero no notó nada
raro.
–Aquel
viejo sí que estaba chalado –dijo Peter.
Se
miró en el espejo y se dio cuenta de que le quedaba muy bien cuando, de repente,
sonó el timbre, fue a su habitación, dejó la máscara sobre la cama y miró quién
era por la ventana. ¡Eran sus amigos!
–¿Sales,
Peter? –dijeron todos en coro.
–Sí,
por supuesto, ahora bajo.
Así
que Peter se fue con sus amigos a dar una vuelta.
Dos días antes de Halloween
Ya
solo faltaban dos días para que llegase Halloween. Aquel día Peter se quedó
durmiendo hasta las tantas, estaba agotado; cuando se levantó, hizo la cama, se
aseó y se vistió.
–Hola –le dijo Peter a su madre cuando bajó las escaleras.
–Hola,
dormilón, ¿qué tal has dormido?
–Muy
bien, pero sigo cansado.
Pero
cuando fue a coger su bol de leche, su madre saltó de repente y le dijo:
–¿A
dónde vas, Peter? Ahora no se desayuna, que es muy tarde; no ves que si
desayunas a estas horas a la hora de comer no tendrás hambre; si quieres, cómete
una pieza de fruta.
–¡Jopetaaasss!
Vaaale, mamaaá.
Así
que se cogió una manzana y se la comió y como no le apetecía salir, encendió la
tele, cogió el móvil y se puso el ordenador sobre sus rodillas, sentado en el
sofá. Cuando su madre lo vio con todos los aparatos, giró la cabeza de un lado
a otro haciendo un gesto de desaprobación.
Por
la tarde volvió a salir con sus amigos, pero no tuvieron mucha suerte. Al cabo
de las dos horas de estar en la calle, se puso a llover y a llover así que cada
uno se fue para su casa corriendo. Como habían quedado Peter y sus amigos, se
conectarían todos al grupo que tienen en el WhatsApp.
Un día antes de Halloween
Esta
vez Peter se tuvo que levantar pronto porque tenía que recuperar lo que no
había estudiado ayer y además quería desayunar sus cereales favoritos y ver una
serie que seguía a diario (o le pedía a su madre que se la grabara).
Hoy
Peter fue a entrenar al fútbol con sus amigos; ya de paso, aprovechó para ir a
comprar unas cosas que le hacían falta. Por la noche cenó un buen plato de macarrones
y un trozo de carne bien gordo y con patatas fritas; se quedó un rato viendo la
tele más o menos hasta las doce y media.
El día de Halloween
Nada
más levantarse pensó en qué día estaba y giró la cabeza lentamente mirando su
asombrosa máscara, impaciente porque fueran las diez de la noche para salir con
sus amigos a hacer “truco o trato” y empacharse de caramelos hasta las
branquias. Tan emocionado estaba esta vez que se vistió más rápido que nunca,
se aseó más rápido… Una vez abajo, Peter le preguntó a su padre:
–¿Papá,
has comprado los caramelos y chuches que te dije?
–Sí,
por supuesto, pero unas de las chuches que me pediste estaban agotadas y no
pude comprarlas.
–Ah,
bueno, no pasa nada.
–¿Y
ya sabes qué te vas a poner esta noche de disfraz, hijo?
–Sí,
por supuestísimo, tengo una careta muy chula en mi habitación.
El
padre de Peter, Tom, interesado por cómo era la máscara, le preguntó a su hijo:
–¿Me
podrías bajar esa máscara tan increíble de tu habitación?, tengo mucha
curiosidad por saber cómo es.
–Claro,
ahora te la bajo.
Peter
subió las escaleras corriendo de dos en dos, abrió la puerta de su habitación,
cogió la máscara y bajó las escaleras de
cinco saltos.
–Toma,
papá, ¿a que da miedo?
–Sí,
mucho –dijo su padre con una voz temblorosa, pero no por el miedo que producía
la máscara, si no por…–, ¿hijo, dónde has comprado esta máscara?
–En
una tienda que había casi al lado de la tita María. No la había visto en mi
vida.
–¿Quién
te la vendió? –le dijo su padre en voz alta.
–No
sé, era un hombre bastante mayor. ¿Qué pasa, papá?, ¿por qué estás tan histérico?
–¿No
te lo ha contado ese abuelo? Dicen que a la gente que te rodea le suceden cosas
inimaginables cuando te pones esta máscara. Dime, ¿no te lo contó?
–Sí,
sí que me lo contó, pero solo son leyendas, ¿no?
–¿Quééé?
–dijo Tom impresionado y a la vez enfadado–. ¿Cómo se te ocurre comprarle esta
máscara?, ¡y aun habiéndote advertido!
–No
sé, papá, creí que era una leyenda como otra cualquiera.
–Pues
no es así; conozco a mucha gente que dice que se ha quedado trastornada por la
maldita culpa de esa máscara –dijo con un acento muy serio–. Ya te puedes ir
buscando otro disfraz porque no te voy a dejar que te pongas esta máscara.
–¡Pero,
papá…!
–Nada
de pero; no quiero que te quedes como esas personas, ni tú ni nadie.
Peter
se fue enfadado a su habitación. Mientras, Tom cogió la máscara de una punta,
la quemó con un mechero y tiró a la basura las cenizas que quedaban de ella.
Al
tiempo que Tom se daba una ducha para relajarse un poco, Peter se enfurruñaba
en su habitación y le contaba a sus amigos por el móvil que su padre le había
quitado la máscara.
A
la hora de comer, Peter bajó de su habitación con cara de enfadado, se sentó a
la mesa, y ambos, padre e hijo, se miraron de reojo. No se oía ni una mosca en
la mesa, excepto a la madre que a veces preguntaba qué les pasaba, y la televisión,
que se oía de fondo.
Peter
nada más acabar de comer se fue a su habitación; no hizo como otros días, que
se quedaba sentado en el sofá viendo la televisión y conversando con sus
padres, y Tom se fue a la terraza a tomar un poco el aire porque sabía que, si
se quedaba en el comedor con su mujer, ella le preguntaría qué estaba
ocurriendo y a él no le apetecía explicarle todo lo que había sucedido, además
pensaba que lo mejor era que nadie lo supiera. Por su parte, Peter, como cada
tarde, salió con sus amigos a dar un paseo y jugar, y ya de paso, aprovechó y
les preguntó qué se pondrían ellos de disfraz si no tuvieran una máscara. Le
parecieron muy buenas ideas y muy creativas, pero no podía dejar de pensar en que
a su máscara no la podía igualar ninguna otra ni ningún disfraz. Pero sabía que
su padre no se la iba a dar y aún menos por cómo se había puesto.
Peter
y sus amigos quedaron en que se irían diciendo que quién hubiera acabado de
comer primero empezaría a picar. Cuando Peter acabó de cenar, subió un momento
a su habitación para ver qué disfraz se ponía, pero cuando abrió la puerta, se
encontró la máscara encima de su cama, creyó que su padre se lo había pensado y
que le había dejado la máscara. Muy ilusionado, la cogió y se la puso; tal como
él decía, no notó nada raro, así que, cuando le picaron sus amigos, que ya
estaban casi todos, bajó corriendo las escaleras y le dio las gracias a su
padre mientras cerraba la puerta.
–¿A
qué casa vamos primero a picar? –preguntó un amigo de Peter.
–Pues
a la de… Josefina. Venga, vamos –dijo otro amigo de Peter.
Cuando
ya llevaban unas cuantas casas recogiendo caramelos, Peter empezó a notar cosas
raras en la cabeza y al cabo de unas diez casas no se podía controlar. No sabía
qué le estaba sucediendo, cuando de repente en una casa todos los niños picaron.
Peter, sin saber qué hacía ni cómo lo hacía, pegó un gran salto por encima de
todos sus compañeros y le clavó los dientes afilados (y al parecer reales) de
su máscara a la señora que les estaba dando caramelos. Los niños salieron
corriendo asustados y gritando con todas sus fuerzas mientras Peter entraba
casa por casa desgarrándoles el cuello y las tripas, y mordiéndoles a algunos las
piernas o los brazos, sacándoselos de cuajo.
La
policía tardó un rato en llegar ya que, aunque recibían muchas llamadas de
muchos vecinos, no les creían. A Peter le estaban creciendo unas uñas largas,
finas y afiladas y todo su cuerpo se estaba poniendo de color verde oscuro;
seguía como loco matando a la gente.
Los
policías se prepararon para dispararle y detenerlo, pero la madre de Peter se
interpuso entre ellos impidiéndoles que hiriesen a su hijo.
–No
le matéis, por favor, no es más que un niño –gritó la madre con todas sus
fuerzas y llorando.
–Lo
tenemos que detener, está matando a cientos de personas; si no lo reducimos, acabará
con todo el pueblo –respondió el jefe policía.
–Pero…,
¿pero no lo entendéis? Debe de haber otra forma de evitar que mate a más gente.
–No sabe otra forma, así que, por favor,
apártese del medio o dispararemos.
–¡Nooo!
Los
policías dispararon sin remedio y no pudieron evitar acabar matando a la madre
de Peter. Tom no se lo podía creer; fue corriendo al lado de su mujer con los
ojos empapados en lágrimas. Los disparos llamaron también la atención de Peter,
que se dirigió hacia ellos a toda velocidad. Cuando fue a abalanzarse sobre un
policía, vio a su madre tumbada en el suelo en un charco de sangre; se detuvo y
se acercó lentamente a ella. Su muerte le estaba haciendo volver en sí. Peter
estalló de rabia expulsando al diablo que llevaba dentro. Se cayó redondo al
suelo por todo el esfuerzo que había hecho y fue cerrando los ojos poco a poco
mientras veía a su padre que se le acercaba gritándole y oyendo de fondo todas
las ambulancias que venían y los lloros de vecinos.
Samuel Hayas Vilella (2º de ESO A)