CRÓNICA
Aquí me tenéis, sentado en este buen sillón rojizo de la estación de tren de Delicias, en plena ciudad de Zaragoza, esperando impacientemente que llegue mi tren, ese tren que me ha de transportar hasta Barcelona, donde cogeré mi avión. Ya me he despedido de todos mis familiares, nadie sabe cuándo se producirá mi regreso, uno, dos, tres meses…, no lo sé. Media hora llevo aquí esperando al tren y todavía no ha aparecido; bien es cierto que aún falta un cuarto de hora para que se cumpla el horario de salida, pero aquí me veis, quizá esperando a que llegue antes o quizá esperando entrar el primero.
Ya lo veo acercarse. Poco tiempo pasa hasta que nos hacen subir, poco tiempo pasa hasta llegar a Barcelona y poco tiempo pasa hasta despegar. El avión no es de muy buena calidad. Estoy sentado entre un hombre y una señora mayor; el hombre parece descuidado y diría que algo preocupado, la señora está leyendo una revista de decoración.
El viaje se me hace eterno; cuando por fin estoy en la salida del aeropuerto, me llevo una sorpresa tremenda: todo parece el peor barrio de mi ciudad, calles viejas y casas en fatal estado. No espero mucho hasta que llega Carlos Señor. Es un hombre de mediana edad, no muy alto; su rostro está cubierto por una barba, su cabello está bien arreglado, bien peinado. El hombre comienza a hablarme y con su agradable tono me explica dónde se encuentra el hotel en el que me voy a hospedar esta noche. Señor es uno de los colaboradores del embajador español en este país, país del que no voy a dar el nombre. Al sur hay un importante conflicto armado y allí voy yo. Voy a ser el único español del lugar; me hicieron un ofrecimiento interesante y llegué a un acuerdo con los más importantes medios de comunicación.
Y aquí estoy. Lo único que traigo conmigo es una gran mochila de montañero en la que llevo algunas cosas básicas y, por supuesto, mi ordenador portátil, mi grabadora y mi pequeña cámara, que, aunque no sea de gran calidad, me valdrá para tomar algunas imágenes. Mañana por la mañana, según me han dicho, me vendrán a recoger y me llevarán hasta el Campo de Periodistas, una zona cercada y altamente protegida en la que los periodistas nos instalaremos un tiempo indeterminado.
Llego al hotel, por así llamarlo, y me sorprendo terriblemente pues mi habitación es pésima. Ni tan siquiera las paredes están pintadas, ni en el suelo hay baldosas; la cama es un colchón tirado y el baño…, mejor ni nombrarlo. Lo primero que hago al despertarme es encender mi ordenador para comprobar si tengo algún mensaje; pero en el hotel no hay Internet. Luego miro el móvil, donde sí que encuentro uno: me dicen que pasarán a recogerme sobre las 11, hora del país. Miro mi reloj y son cerca de las nueve; preparo mi cámara, me la cuelgo del cuello y en mi cinturón sujeto mi grabadora. Llaman a la puerta, abro. Aparecen dos hombre que me dicen que les acompañe; lo hago y me introduzco en un largo viaje que dura más de siete horas por penosas carreteras. Cuando llego al campo vuelvo a sorprenderme. Es impresionante, un oasis en medio de la nada, en medio de un enorme desierto; todo está cuidado a la perfección. Las tiendas de campaña son enormes, con capacidad para tres periodistas, pero muy espaciosas, de un tamaño similar al de una pista de tenis y muy altas. Pero las mejores son las de los cascos azules, esas sí que son enormes; hay una en cada esquina y otra en la entrada. Según me dicen, hay un total de 56 soldados y unos 120 periodistas. Todas las tiendas están bien ordenadas, formando calles entre ellas. Además de lo que ya he nombrado, hay tres hospitales de campaña y, por supuesto, multitud de antenas de todos los tipos y tamaños; también hay depósitos de agua, muchos depósitos de agua. Al fondo de la calle central está la tienda más grande; allí es donde nos servirán comida a todos y donde prepararán la misma en un enorme restaurante de tela y plástico.
Al llegar a la puerta del recinto, me atiende un hombre hablándome en inglés. Me comunica que mi habitación es la número veinticinco. Entro en ella y saludo a mis dos compañeros, les pregunto por su lugar de procedencia; uno es argentino y el otro chileno. Agradezco a los organizadores el haberme colocado con dos personas con las que me puedo entender. Al lado de mi cama hay una mesa con varios cajones y apartados, pero no tengo casi nada que organizar. Salgo a dar una vuelta por el campamento. En ese momento, un hombre comienza a hablar en inglés por la megafonía; nos comunica que cada mañana, a las ocho, saldrán varios autobuses con destino a la frontera del conflicto, por así decirlo; luego, por la noche, nos recogerán en el mismo punto. Éste es un nuevo sistema para que los periodistas estemos mas seguros, lo cual es de agradecer. El hombre también nos pide que vayamos a la tienda central, donde se nos dará la cena. Acabo de cenar y me dirijo a mi habitación; llamo a mi familia y, antes de acostarme, estoy un par de horas en el ordenador.
Me despierto por un fuerte sonido, parecido al de una alarma. Salgo fuera. Era, simplemente, para informarnos de que restaba media hora para la salida de los autobuses. Lo preparo todo rápidamente y voy a desayunar. Antes de subir al autobús nos reparten a cada uno un bocadillo y dos botellines de agua para el día. Llegamos a la ciudad después de un viaje de unos treinta minutos. Nos indican el camino hacia la ciudad; todavía tenemos que llegar a ella. Entonces, cada uno se dispersa en busca de su reportaje del día. A la ciudad en la que me encuentro todavía no ha llegado la guerra de una manera directa, es decir, con balas y bombas, pero igualmente el paisaje es desolador: las madres en la calle buscando algo con lo que alimentar a sus hijos, ya que sus maridos están en combate; niños a los que las madres no pueden buscar nada para darles de comer porque no tienen madres, porque éstas han muerto al no recibir tratamiento a las enfermedades que padecían o niños que, simplemente, no están porque han huido a cobijarse en otra ciudad o en otro país para poder mantener unida a la familia. Estos últimos, cuando vuelvan, ya no podrán encontrar sus casas porque allí donde las dejaron ya no estarán.
Recorro un par de calles y decenas de personas me piden algo de alimento; mirando a mi alrededor no puedo ni imaginar cómo estarán las ciudades bombardeadas. Cojo mi cámara y comienzo a sacar instantáneas de todo lo que encuentro, hasta que me canso. Entonces, me como mi bocadillo. La gente se abalanza sobre mí, pidiéndome un cacho; un par de niños intenta arrebatármelo, pero consigo comérmelo, con pena por esos chavales desquiciados. Sigo sacando fotos y fotos, camino por las calles y así hasta la hora de volver a los autobuses. M cuesta bastante deshacer el camino, pero, finalmente, consigo llegar a los vehículos.
En cuanto llegamos al campamento, nos tumbamos en nuestras camas a descansar. Ha sido un día de andar y andar y el cansancio se ha apoderado de nosotros. Ésta es nuestra rutina de un día tras otro, la guerra no termina y tampoco avanza; se han empeñado en destrozar la zona sur del país y, sin duda, lo están consiguiendo. Todos estos días hemos visto pasar aviones y aviones sobre nosotros; aviones que pasan tan rápido como pueden, sabedores de que en el sur tendrán dos opciones: matar o morir. Pero hoy la cosa cambia. El ejército que bloqueaba el avance está siendo derrotado y parte de la ciudad a la que nos desplazábamos todas las mañanas está siendo bombardeada. Esta mañana todo es diferente, muchos periodistas no quieren ni salir de las tiendas del miedo que sienten ahora hacia la cercana muerte; además, los autobuses salen perfectamente escoltados por maquinaria de la ONU.
Al llegar a la ciudad todo está completamente cambiado, ya no hay nadie en las calles y me pregunto si habrá alguien en las casas. A lo largo del día no pasa un minuto en el que no se escuche un disparo lejano, un grito o un bombazo. Ahora, ya al final del día, me dirijo a los autobuses; entonces, escucho un avión que vuela cerca de mí y, poco después, una detonación muy cercana. Veo derrumbarse varias casas a mi lado y salgo corriendo. El avión vuelve con una segunda detonación; esta vez parece que ha alcanzado su objetivo. No logro distinguir qué edificio es, pero el avión se va por donde ha venido.
Me despierto con la cruel noticia: la ciudad está siendo bombardeada por completo. No sé qué hacer. Sé el peligro que corro si me subo a uno de esos autobuses, pero lo hago. En la ciudad, la poca gente que hay se acerca a mí y me pide que me quede con su familia; en estos países mi vida, la de un periodista europeo, vale más que la de los paisanos. Me aseguran que no me faltará de nada, que, si es necesario, dejarán de comer para que a mí no me falte alimento. Por supuesto, en un ataque aéreo no se distingue, moriría como el resto; pero en caso de ser ataque por tierra, al ver mi chaleco con las siglas TV, mi equipamiento o el resto de mi vestimenta, me perdonarían la vida a mí y a los que estuvieran conmigo. Soy testigo del peor espectáculo: un soldado se acerca a un hombre inocente; éste pide que no le haga nada, pero unos segundos después el inocente yace en medio de la calle. Muchas casas están derruidas y entre ellas cuerpos sin vida y cuerpos a los que les queda poca vida. No me atrevo a acercarme a la zona donde se concentran los bombardeos, ya tengo suficiente con ver lo que veo.
Me dirijo ya al campamento en autobús. Los periodistas no paran de comentar las vivencias nefastas de las que han sido testigos, cada uno en su idioma. Entiendo pocos, pero supongo que el resto hablará de lo mismo. Al llegar, nos comunican la noticia: según parece, ambas partes han llegado a un acuerdo; mañana será el último día de esta guerra. Acogemos alegremente la noticia ya que la estancia en este país se nos estaba haciendo ya muy larga.
Me despierto con gran entusiasmo; va a ser mi último día en este trabajo, que nunca más quiero ejercer. Como es lógico, hoy ningún periodista ha quedado sin subir al autobús, exceptuando a los enfermos o heridos. En la ciudad no se ve a nadie ni se escucha a nadie; el paisaje es desolador, todo está derruido. Voy introduciéndome por calles y más calles; algunas familias ya están trabajando en la reconstrucción de sus casas. Sigo caminando y me sorprendo al ver que un centro médico permanece en pie y casi intacto; está abierto. Me adentro en él y veo a personas formando una interminable fila. La fila lleva a una de las salas donde hay un par de médicos de la cruz roja, que supongo se habrán instalado hoy para curar a los enfermos, principalmente, los heridos de bala que abundan tras esta guerra. Parece paradójico que las sillas estén desocupadas; aunque la fila pase por delante de las mismas, la gente no se sienta por miedo a perder la oportunidad de ser curados. Yo sí que me siento, ante la sorpresa de la gentes que allí estaban. De pronto, comienzo a oír un murmullo y veo a la gente mirar hacia la puerta; me pongo en pie y hago lo propio. Veo a un soldado que comienza a hacer fuego contra todos, me tiro detrás de las sillas y soy testigo de la muerte de varias personas; pocos son los que se salvan. Un soldado se acerca a mí, prepara su arma. Creo que ha llegado mi hora; me despido de todo mientras el hombre acciona el arma, señalo mi chaleco, pero, sin importarle, él dispara. Noto un fuerte dolor en mi hombro izquierdo mientras veo al hombre irse corriendo. No sé si he tenido suerte por salvar la vida, pero, desde luego, no podré soportar este dolor mucho más y la perdida de sangre es abundante. Entonces, se siente un fortísimo ruido y todo se viene abajo. Intento salir corriendo, pero no tengo fuerzas ni para levantarme; soy bombardeado por pequeñas piedras y rodeado por enormes bloques del techo. Fuera del local se oyen muchos disparos; sigo doliéndome en el suelo y, entonces, un soldado entra. Es de la ONU, se acerca a mí y me pregunta por mi estado de salud; intento mover mis labios para responderle, pero ya no tengo fuerzas ni para eso.
Alberto Sin, 4º B
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