martes, 22 de enero de 2013

The Halloween Mask

A Jack o' Lantern made for the Holywell Manor Halloween celebrations in 2003. Photograph by Toby Ord on 31 Oct 2003. {{cc-by-sa-2.5}}


Cuatro días antes de Halloween.
–Peteeerrr –gritó un amigo suyo mientras le pasaba el balón con precisión.
–Es mía, es mía –gritó Peter.
Controló la pelota con sus pies y avanzó veinte metros hacia delante, yéndose de todos los jugadores que se le resistían; entró dentro del área y chutó con todas sus fuerzas marcando un gol por la escuadra y permitiendo a su equipo ganar el partido otra vez.
Al cabo de tres minutos, sonó el pitido del final del partido y todos los jugadores del equipo de Peter, contentos y animados por la victoria tan espectacular que habían logrado, entraron en el vestuario.
Al salir, Peter y sus amigos comentaron que ya solo faltaba una semana para Halloween y que cada uno se tenía que poner una máscara espeluznante para asustar a todo el mundo, pero Peter se acordó de que, con todo el tema de los exámenes, los deberes, el entrenamiento y el partido de fútbol, no la había comprado, así que, nada más llegar al coche de sus padres, les comentó que tenía que comprarse la máscara ya que, si esperaba mucho tiempo, al final no quedarían.
Cuando llegó a su casa, miró a ver si tenía suficiente dinero en su monedero, pero como no sabía cuánto le iba a costar, lo cogió todo. Al final se dio cuenta además de que ya era muy tarde para ir a comprar una máscara y que estarían todas las tiendas cerradas, así que decidió esperar hasta el siguiente día.

Tres días antes de Halloween.
Nada más levantarse, se tomó el buen desayuno que le había preparado su madre, se vistió, hizo la cama, se aseó e hizo unos pocos deberes. Cuando terminó, cogió su bici y fue a buscar alguna tienda donde comprar alguna máscara chula y terrorífica.
Por más que buscaba, sin embargo, no encontraba nada que le gustase: o no tenían máscaras o estaban agotadas o, en los pocos casos en que tenían, resultaban muy poco asustadizas e irreales. Buscando, buscando, al fin encontró una tienda rarísima que nunca había visto; le pareció ver que estaba llena de máscaras de Halloween, así que se bajó de la bici y fue a investigar la tienda. Mirando a través del cristal, vio algunas máscaras que estaban bien, pero no había nadie al lado de la caja. Abrió la puerta lentamente cuando, de repente, sobre él sonaron unas campanillas y los perros y los gatos de todo el vecindario empezaron a ladrar y a maullar. Peter se giró y todos los animales callaron de golpe y, cuando volvió la mirada al frente, se encontró con un abuelo muy feo que tenía solo tres pelos en la cabeza y una desagradable verruga en la nariz. Todo eso hizo que al final esa tienda le diera muy mal rollo, pero Peter tenía que quedarse; se tenía que comprar la máscara en algún sitio, así que le dijo:
–Buenos días, señor, ¿no tendrá por casualidad alguna máscara terrorífica? –preguntó Peter temblando del miedo–, pero que no sea muy cara –añadió rápidamente.
Hubo un minuto de silencio el abuelo carraspeo y le respondió:
 –Tienes máscaras en todo tu alrededor y te puedo asegurar que son baratas (aproximadamente a diez euros cada una, euro arriba, euro abajo), pero todas estas son malas; en mi almacén tengo una mucho más espeluznante –de repente, las ramas de un árbol arañaron el cristal de la tienda al tiempo que caía un trueno, que se oyó en todo el pueblo–; ahora bajo y te la subo. Mientras, si quieres, puedes ir mirando alguna máscara por aquí.
–Gracias, señor.
Peter mirando y mirando se fijó  en que nunca, nunca terminaría de ver todas las máscaras de la tienda; todas eran espantosas, pero seguro que la que le iba a enseñar el abuelo aún era más espeluznante. De repente, cuando menos se lo esperaba el abuelo pegó un portazo contra la pared dándole un susto a Peter que casi se desmaya.
Volvió a carraspear y dijo:
–Toma, chico, aquí tienes; está llena de polvo, espera que te la limpie.
Se acercaron los dos a la mesa y el viejo la limpió con toda delicadeza. Peter, al verla, se quedó asombrado porque le parecía que era una cara sacada de algún zombi o demonio. La máscara tenía de todo: cuernos, verrugas, arrugas, colmillos, sangre, pelos en las orejas… y hasta en la boca daba la sensación de que tenía cucarachas.
–¿Cuánto cuesta? –preguntó Peter.
–Poco para una máscara tan buena, solamente veintitrés euros; pero ten cuidado con ella, hay leyendas que dicen que a los anteriores dueños les sucedieron cosas terroríficas y que nunca más han podido vivir a gusto. Nadie ha durado más de dos semana con ella, todos me la devuelven antes y cada vez hay más rumores y se piensa que la leyenda es real. ¿Estás seguro de que quieres comprarla?
–Mmm…, sí, por supuesto, no voy a dejar escapar una oportunidad tan buena; bufff, ya ves, solo son leyendas, solo leyendas.
Así que la compró.
Mientras Peter salía de la tienda mirando la máscara, fue a darle las gracias por todo a aquel abuelo, pero, cuando se dio la vuelta, se fijó que ya no estaba, que de repente había desaparecido. Aquella tienda le daba mal rollo así que se fue a paso ligero de allí.
Cuando llegó a su casa, le enseñó la careta a su madre:
–¿Dónde has comprado esa máscara hijo?
–No lo sé, era una tienda que no había visto nunca; estaba casi en las afueras del pueblo, casi, casi al lado de la tita María.
–Pues qué raro, mira que hemos ido veces por allí y a mí no me suena haber visto ninguna tienda, solo la carnicería y la panadería, pero eso debe de ser porque la han puesto alguna de estas semanas.
Después de eso Peter se fue a su habitación todo contento por la máscara que se había comprado. Se dio cuenta de que ya era la hora de comer así que bajó corriendo las escaleras y nada más llegar abajo le preguntó a su madre qué había para comer.
Cuando Peter terminó de comer, jugó un rato al ordenador y se fue a su habitación a probarse la máscara. La cogió y se la fue poniendo lentamente pero no notó nada raro.
–Aquel viejo sí que estaba chalado –dijo Peter.
Se miró en el espejo y se dio cuenta de que le quedaba muy bien cuando, de repente, sonó el timbre, fue a su habitación, dejó la máscara sobre la cama y miró quién era por la ventana. ¡Eran sus amigos!
–¿Sales, Peter? –dijeron todos en coro.
–Sí, por supuesto, ahora bajo.
Así que Peter se fue con sus amigos a dar una vuelta.

Dos días antes de Halloween
Ya solo faltaban dos días para que llegase Halloween. Aquel día Peter se quedó durmiendo hasta las tantas, estaba agotado; cuando se levantó, hizo la cama, se aseó y se vistió.
–Hola –le dijo Peter a su madre cuando bajó las escaleras.
–Hola, dormilón, ¿qué tal has dormido?
–Muy bien, pero sigo cansado.
Pero cuando fue a coger su bol de leche, su madre saltó de repente y le dijo:
–¿A dónde vas, Peter? Ahora no se desayuna, que es muy tarde; no ves que si desayunas a estas horas a la hora de comer no tendrás hambre; si quieres, cómete una pieza de fruta.
–¡Jopetaaasss! Vaaale, mamaaá.
Así que se cogió una manzana y se la comió y como no le apetecía salir, encendió la tele, cogió el móvil y se puso el ordenador sobre sus rodillas, sentado en el sofá. Cuando su madre lo vio con todos los aparatos, giró la cabeza de un lado a otro haciendo un gesto de desaprobación.
Por la tarde volvió a salir con sus amigos, pero no tuvieron mucha suerte. Al cabo de las dos horas de estar en la calle, se puso a llover y a llover así que cada uno se fue para su casa corriendo. Como habían quedado Peter y sus amigos, se conectarían todos al grupo que tienen en el WhatsApp.

Un día antes de Halloween
Esta vez Peter se tuvo que levantar pronto porque tenía que recuperar lo que no había estudiado ayer y además quería desayunar sus cereales favoritos y ver una serie que seguía a diario (o le pedía a su madre que se la grabara).
Hoy Peter fue a entrenar al fútbol con sus amigos; ya de paso, aprovechó para ir a comprar unas cosas que le hacían falta. Por la noche cenó un buen plato de macarrones y un trozo de carne bien gordo y con patatas fritas; se quedó un rato viendo la tele más o menos hasta las doce y media.

El día de Halloween
Nada más levantarse pensó en qué día estaba y giró la cabeza lentamente mirando su asombrosa máscara, impaciente porque fueran las diez de la noche para salir con sus amigos a hacer “truco o trato” y empacharse de caramelos hasta las branquias. Tan emocionado estaba esta vez que se vistió más rápido que nunca, se aseó más rápido… Una vez abajo, Peter le preguntó a su padre:
–¿Papá, has comprado los caramelos y chuches que te dije?
–Sí, por supuesto, pero unas de las chuches que me pediste estaban agotadas y no pude comprarlas.
–Ah, bueno, no pasa nada.
–¿Y ya sabes qué te vas a poner esta noche de disfraz, hijo?
–Sí, por supuestísimo, tengo una careta muy chula en mi habitación.
El padre de Peter, Tom, interesado por cómo era la máscara, le preguntó a su hijo:
–¿Me podrías bajar esa máscara tan increíble de tu habitación?, tengo mucha curiosidad por saber cómo es.
–Claro, ahora te la bajo.
Peter subió las escaleras corriendo de dos en dos, abrió la puerta de su habitación, cogió la máscara  y bajó las escaleras de cinco saltos.
–Toma, papá, ¿a que da miedo?
–Sí, mucho –dijo su padre con una voz temblorosa, pero no por el miedo que producía la máscara, si no por…–, ¿hijo, dónde has comprado esta máscara?
–En una tienda que había casi al lado de la tita María. No la había visto en mi vida.
–¿Quién te la vendió? –le dijo su padre en voz alta.
–No sé, era un hombre bastante mayor. ¿Qué pasa, papá?, ¿por qué estás tan histérico?
–¿No te lo ha contado ese abuelo? Dicen que a la gente que te rodea le suceden cosas inimaginables cuando te pones esta máscara. Dime, ¿no te lo contó?
–Sí, sí que me lo contó, pero solo son leyendas, ¿no?
–¿Quééé? –dijo Tom impresionado y a la vez enfadado–. ¿Cómo se te ocurre comprarle esta máscara?, ¡y aun habiéndote advertido!
–No sé, papá, creí que era una leyenda como otra cualquiera.
–Pues no es así; conozco a mucha gente que dice que se ha quedado trastornada por la maldita culpa de esa máscara –dijo con un acento muy serio–. Ya te puedes ir buscando otro disfraz porque no te voy a dejar que te pongas esta máscara.
–¡Pero, papá…!
–Nada de pero; no quiero que te quedes como esas personas, ni tú ni nadie.
Peter se fue enfadado a su habitación. Mientras, Tom cogió la máscara de una punta, la quemó con un mechero y tiró a la basura las cenizas que quedaban de ella.
Al tiempo que Tom se daba una ducha para relajarse un poco, Peter se enfurruñaba en su habitación y le contaba a sus amigos por el móvil que su padre le había quitado la máscara.
A la hora de comer, Peter bajó de su habitación con cara de enfadado, se sentó a la mesa, y ambos, padre e hijo, se miraron de reojo. No se oía ni una mosca en la mesa, excepto a la madre que a veces preguntaba qué les pasaba, y la televisión, que se oía de fondo.
Peter nada más acabar de comer se fue a su habitación; no hizo como otros días, que se quedaba sentado en el sofá viendo la televisión y conversando con sus padres, y Tom se fue a la terraza a tomar un poco el aire porque sabía que, si se quedaba en el comedor con su mujer, ella le preguntaría qué estaba ocurriendo y a él no le apetecía explicarle todo lo que había sucedido, además pensaba que lo mejor era que nadie lo supiera. Por su parte, Peter, como cada tarde, salió con sus amigos a dar un paseo y jugar, y ya de paso, aprovechó y les preguntó qué se pondrían ellos de disfraz si no tuvieran una máscara. Le parecieron muy buenas ideas y muy creativas, pero no podía dejar de pensar en que a su máscara no la podía igualar ninguna otra ni ningún disfraz. Pero sabía que su padre no se la iba a dar y aún menos por cómo se había puesto.
Peter y sus amigos quedaron en que se irían diciendo que quién hubiera acabado de comer primero empezaría a picar. Cuando Peter acabó de cenar, subió un momento a su habitación para ver qué disfraz se ponía, pero cuando abrió la puerta, se encontró la máscara encima de su cama, creyó que su padre se lo había pensado y que le había dejado la máscara. Muy ilusionado, la cogió y se la puso; tal como él decía, no notó nada raro, así que, cuando le picaron sus amigos, que ya estaban casi todos, bajó corriendo las escaleras y le dio las gracias a su padre mientras cerraba la puerta.
–¿A qué casa vamos primero a picar? –preguntó un amigo de Peter.
–Pues a la de… Josefina. Venga, vamos –dijo otro amigo de Peter.
Cuando ya llevaban unas cuantas casas recogiendo caramelos, Peter empezó a notar cosas raras en la cabeza y al cabo de unas diez casas no se podía controlar. No sabía qué le estaba sucediendo, cuando de repente en una casa todos los niños picaron. Peter, sin saber qué hacía ni cómo lo hacía, pegó un gran salto por encima de todos sus compañeros y le clavó los dientes afilados (y al parecer reales) de su máscara a la señora que les estaba dando caramelos. Los niños salieron corriendo asustados y gritando con todas sus fuerzas mientras Peter entraba casa por casa desgarrándoles el cuello y las tripas, y mordiéndoles a algunos las piernas o los brazos, sacándoselos de cuajo.
La policía tardó un rato en llegar ya que, aunque recibían muchas llamadas de muchos vecinos, no les creían. A Peter le estaban creciendo unas uñas largas, finas y afiladas y todo su cuerpo se estaba poniendo de color verde oscuro; seguía como loco matando a la gente.
Los policías se prepararon para dispararle y detenerlo, pero la madre de Peter se interpuso entre ellos impidiéndoles que hiriesen a su hijo.
–No le matéis, por favor, no es más que un niño –gritó la madre con todas sus fuerzas y llorando.
–Lo tenemos que detener, está matando a cientos de personas; si no lo reducimos, acabará con todo el pueblo –respondió el jefe policía.
–Pero…, ¿pero no lo entendéis? Debe de haber otra forma de evitar que mate a más gente.
 –No sabe otra forma, así que, por favor, apártese del medio o dispararemos.
–¡Nooo!
Los policías dispararon sin remedio y no pudieron evitar acabar matando a la madre de Peter. Tom no se lo podía creer; fue corriendo al lado de su mujer con los ojos empapados en lágrimas. Los disparos llamaron también la atención de Peter, que se dirigió hacia ellos a toda velocidad. Cuando fue a abalanzarse sobre un policía, vio a su madre tumbada en el suelo en un charco de sangre; se detuvo y se acercó lentamente a ella. Su muerte le estaba haciendo volver en sí. Peter estalló de rabia expulsando al diablo que llevaba dentro. Se cayó redondo al suelo por todo el esfuerzo que había hecho y fue cerrando los ojos poco a poco mientras veía a su padre que se le acercaba gritándole y oyendo de fondo todas las ambulancias que venían y los lloros de vecinos.

Samuel Hayas Vilella (2º de ESO A)